Puede Fallar

lunes, abril 11, 2011

Los jardines de la infancia a veces son literales


Desde el nacimiento de mi hermano y hasta que tuvo unos cuatro años la situación en mi familia fue, digamos, poco convencional. Mamá salía a trabajar afuera, y papá se quedaba con nosotros toda la mañana hasta que nos íbamos al colegio y durante la tarde repartía pedidos por el barrio.

El barrio no sólo era Lugano sino más precisamente los límites de los edificios de Lugano I y II, casi Av. Roca, frente a los terrenos aledaños del autódromo de Buenos Aires. En esa época -los primeros ochentas- todavía existían calles de tierra y alrededor de aquellas pistas del Gálvez se había formado todo un ecosistema con lagunas de lluvia y bosque de arbustos, que harían sonrojar a más de un activista de Greenpeace.

Papá, que nunca había soportado la idea de vivir en un departamento, nos despertaba temprano, hacía el desayuno y, tras cargar plomadas caseras, líneas, boyas, anzuelos y una caña vieja en un bolso de cuerina azul, nos llevaba a pescar. Cruzábamos Roca y entrábamos al bosque por algún agujero del alambrado del autódromo. Lo que seguía era pura aventura: cazar bichos, jugar entre los árboles y mirar cómo Padre intentaba atraer algún pejerrey de entre esas lagunas inverosímiles.

Después volvíamos a casa, para almorzar y cambiarnos de ropa, porque pasadito el mediodía aparecía el micro que nos llevaba a la escuela.

A veces se me hace muy difícil explicar por qué quiero tanto a esta ciudad, tan grande, tan cambiante, tan caprichosa; por qué quiero tanto al Sur (en mayúsculas, como lo escribía Borges)... Por qué me río de los que imaginan mi niñez de porteña pegada al televisor y rodeada de plantas en maceta.

Eso puede ser Nueva York, Caracas o Madrid. Buenos Aires está siempre ahí, lista para jugar.


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