Puede Fallar

domingo, noviembre 28, 2010

Desencuentro

Lo primero que hacía el abuelo Mario cuando íbamos a su casa era tirarle las llaves al perro, un doberman bautizado ‘Sultán’, que te saltaba encima contentísimo de la visita, y que era más bueno que Lassie (nunca tan bien usada la comparación perruna).

Siempre me acuerdo de esto, no sé por qué: pasar la primer puerta, la de la calle –que hasta los noventas era vaivén y no tenía llave-, caminar por el pasillo y abrir la puerta amarilla de chapa, escuchando los ladridos de Sultán, desesperado por jugar con los nietos.

Una reacción absurda en Mario, uno de los tipos más maravillosos, pacifistas y adorables que haya pisado la tierra. Amigo de los niños, los pájaros y cualquier bicho que no fuera peronista.

También lo recuerdo golpeando una chapa con un martillo y generando un ruido atroz, en una extraña manera de celebrar la navidad, hará más de diez años.

Desde muy chica crecí sabiendo que el abuelo Mario se iba a morir. Falleció cuando yo tenía 26 años, así que me pasé más de veinte acostumbrándome a la idea. Lo extraño muchísimo, y casi todos los días ocurre algo sobre lo que quisiera conocer su opinión. ‘La vida esasí, Betona’, me diría.

Hay una cosa (sólo una cosa) con respecto a su partida que me tiene muy enojada, y es que no haya conocido a El Ingeniero, porque yo le cuento sobre mi abuelo pero él no va a entender nunca de lo que le estoy hablando.

Y porque seguro que se hubieran querido muchísimo.



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