Puede Fallar

viernes, mayo 08, 2009

Granos

Como la gran mayoría de los habitantes del planeta, siento un placer inmenso (y culpable) con películas de La Prepa hollywoodenses, ésas de teenagers conflictuados, con hermosas casas en los suburbios, capaces de dar la vida por ser populares. No creo que en el resto del mundo la adolescencia sea tan difícil (o al menos yo no lo viví) y me asombran sobremanera los estigmas que parecen tener los que pasan por la High School en USA, cómo –lejos de recordar esos años con nostalgia- a ellos les resulta una tortura, una época de sumisión (si les toca en suerte ser freaks) o de desprecio hacia el otro (si fueron los populares).

Ayer pensaba en esto y, de la nada, recordé a Damián, un pibe con el que cursé toda la primaria y parte de la secundaria, hasta que abandonó el colegio.

De chicos nos llevábamos bien, él era aplicado, buen amigo y corría rápido, y era todo lo que importaba.

Con el paso del tiempo nos fuimos distanciando y ya en el secundario, a pesar de compartir el aula todos los días, casi ni hablábamos. Supongo que el comienzo del fin para Damián –especulando, porque nadie supo qué le pasó después- fueron los granos.

Sí, los granos. La adolescencia le llegó con todo y su cara se cubrió de acné. No fue el único, lógico, pero la clase entera lo tomó de punto y empezaron a apodarlo ‘Puaj’. Si había un silencio, alguien gritaba ‘¡Puaj!’, y todos se reían.

- Che, Puaj, prestame el Liquid

Su nombre quedó en desuso, reemplazado por una expresión que representaba el asco y, a la vez, el supuesto ruido generado por la explosión de los granos.

Lo cuento acá y suena gracioso y triste, pero en rigor todos teníamos nuestra mota, y sufríamos apodos más o menos hirientes (Elfo sin nombre era Green por su color verdoso; Natanael era Barney de los Simpsons, por sucio; a Matías le gritaban ‘Fifito, ¡la leche!’ por ningún motivo en especial). Y cosas por el estilo.

Si mal no recuerdo, en algún momento de tercer año Damián empezó a faltar. Un día vino su madre y nos dijo que fuéramos a su casa a hablarle al muchacho, que había pateado el tablero, que juraba nunca más pisar el colegio, que ella estaba desesperada.

Para esa altura creo que a Puaj no le quedaba ni un amigo en todo el curso.

La estupidez adolescente, de cualquier modo, es un lago sin orillas así que, creyéndonos en otra de esas aventuras de la hora de la siesta fuimos unos 25 compañeros (la mitad de la clase) a la casa de Damián, escoltados por su madre, a pedirle que volviera.

De ese momento no tengo imágenes fidedignas, pero recuerdo algunas sensaciones: todos los concurrentes con el uniforme del colegio, agolpados en un pequeño living, con más ganas de reírnos que de darle apoyo al chico. Como en una burda intervención, él se enojó, nos decía que no iba a volver a la escuela y que por favor nos fuéramos. La madre, a punto de llorar, le pedía al hijo que nos escuchara, que lo extrañábamos.

El Loco Andrés siempre estuvo loco, y sin miedo tomó la posta y dijo ‘dale, Puaj, no seas boludo’. O algo así, a esta altura no tiene importancia.

Damián no quiso hablar con nadie, y nos fuimos.

Esa fue la última vez que lo vi.


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