Puede Fallar

martes, febrero 10, 2009

Oficinistas


Suena mi celular, es Gus van Sanatan.

Gus - ¿Viste el correo que te mandé?

Yo – No, hoy tengo mucho trabajo experimental así que no estoy con la computadora

Gus - ¡Guau! ¡Qué grosa!

Yo - ¿Qué grosa? Ni a palos, ¡si vieras lo que estoy haciendo! Hago unas soluciones, las pongo en el ultrasonido, genero emulsiones, veo cómo se desestabilizan… Es bastante aburrido…

Gus – No entendés, suena super romántico tener ‘trabajo experimental’.

Yo – No lo es, no con el tipo de ciencia que se hace en este lugar específico. Otros grupos sé que trabajan mejor, de un modo bastante más estimulante. Quedará para cuando quiera formar mi propio equipo de trabajo.


Aunque referido a la biología experimental y no a la química, Houellebecq siempre lo explica mejor:

‘Si se considera a Niels Bohr el verdadero fundador de la mecánica cuántica, no sólo es por sus descubrimientos personales, sino sobre todo por el extraordinario ambiente de creatividad, de efervescencia intelectual, de libertad de espíritu y de amistad que supo crear a su alrededor. El Instituto de Física de Copenhague, fundado por Bohr en 1919, acogió a todos los jóvenes investigadores con los que contaba la física europea. Heisenberg, Pauli o Born aprendieron allí. Un poco mayor que ellos, Bohr era capaz de dedicar horas a discutir los detalles de sus hipótesis, con una mezcla única de perspicacia filosófica, benevolencia y rigor. Preciso, incluso maniático, no toleraba ninguna aproximación en la interpretación de los experimentos; pero tampoco ninguna idea nueva le parecía, a priori, una locura, ni consideraba intangible ningún concepto clásico. Le gustaba invitar a los estudiantes a reunirse con él en su casa de campo de Tisvilde; allí recibía a científicos de otras disciplinas, políticos, artistas; las conversaciones pasaban libremente de la física a la filosofía, de la historia al arte, de la religión a la vida cotidiana. No había ocurrido nada comparable desde los primeros tiempos del pensamiento griego. En este contexto excepcional se elaboraron, entre 1925 y 1927, los términos esenciales de la interpretación de Copenhague, que invalidaban en gran medida las categorías anteriores de espacio, causalidad y tiempo.

Djerzinski no había conseguido, ni mucho menos, recrear un fenómeno semejante a su alrededor. El ambiente en la unidad de investigaciones que dirigía era lisa y llanamente un ambiente de oficina. Lejos de ser los Rimbaud del microscopio que a un público sentimental le gusta imaginarse, los investigadores de biología molecular son, casi siempre, técnicos honrados, carentes de genio, que leen Le Nouvel Observateur y sueñan con ir de vacaciones a Groenlandia. La investigación en biología molecular no necesita ninguna creatividad, ninguna invención; en realidad es una actividad casi totalmente rutinaria, que sólo exige unas razonables aptitudes intelectuales de segunda fila. La gente hace su doctorado y lee la tesis, pero lo cierto es que la enseñanza secundaria sería más que suficiente para manejar los aparatos. “Para entender lo que es el código genético”, solía decir Desplechin, el director del departamento de biología del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, “para descubrir el principio de la síntesis de proteínas, sí que hace falta mojarse un poco. Ya se habrán dado cuenta de que fue Gamow, un físico, el primero en dar con la pista. Pero la decodificación del ADN, pfff… Uno descodifica y descodifica. Hace una molécula, hace otra. Introduce los datos en el ordenador, el ordenador calcula las subsecuencias. Se manda un fax a Colorado: allí hacen el gen B27 o el C33. Es como cocinar. De vez en cuando hay un insignificante progreso en el emparejamiento; en general, con eso basta para que a uno le den el Nobel. Bricolage; una broma.’


Extraído de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq.


La imagen es de acá.


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