Puede Fallar

martes, agosto 12, 2008

Lo que importa está acá

La salida del primer número, en 1998, hizo bastante ruido en los medios y en el público, cosa lógica teniendo en cuenta lo que prometía para la música, o mejor dicho, para los que consumíamos música. El escenario se parecía más al sueño de un estratega que a la conjunción azarosa de eventos: el 1 a 1 quemaba sus últimas fichas y comprarse un cd de alguna banda ignota en Musimundo o Tower Records (QEPD) era un ritual que se podía repetir varias veces al mes, aún para una humilde oficinista.

Natanael y yo trabajábamos juntos, en el estudio contable de su padre. Él compró el primer ejemplar ni bien salió a la venta, y Lu lo hizo poco después. Yo dudé un par de días, y para cuando me decidí tuve que recorrer varios puestos de diarios del microcentro pero al final conseguí el número 1 en la zona de Viamonte y San Martín.

Las notas nos gustaban mucho, a tal punto que en pocos meses más los tres éramos suscriptores. Claro que en esa época ser suscriptor convenía muchísimo, ya que haciendo un pago anticipado de 6 revistas recibías, por ejemplo, 2 discos de rock más o menos buenos y 1 un disco a elección en Musimundo; es decir que las revistas se pagaban solas. Además, presentado una tarjetita emitida por la editorial, entrabas gratis a boliches que eran todo, como Whisky A Go-Go (QEPD) o El Roxy, te invitaban a fiestas exclusivas (Natanael tiene una historia muy buena con los Chemical Brothers, que espero cuente en su blog algún día), a obras de teatro y a muchas avant première por mes.

Así fui juntando los primeros números, que pronto se hicieron decenas. Cuando se acababa la suscripción me acercaba hasta un kiosco y compraba las revistas cada mes, porque sentía lástima al interrumpir… ¿la colección? ¿el hábito de consumo? O lo que sea que estaba interrumpiendo.

Me volví a suscribir para la primer Creamfields que se hizo en el país, pagando algo así como $30 por las revistas y la entrada. Le pasé el dato a Lu, y fuimos juntos al hipódromo de San Isidro a revolcarnos en el barro de tres carpas de circo, entre música electrónica y pocos, pero poquísimos asistentes.

Las revistas se fueron acumulando en cajas, lenta pero inevitablemente. Para el recital de Daft Punk noté que pagando 12 números obtenía la entrada al show como regalo, combo más económico que adquirir la entrada en una boletería. Y caí en la trampa nuevamente.

Para colmo de males Hermano hizo la misma jugarreta para ver a los astronautas franceses, así que cada mes el visitante casual podía encontrar en casa (con el suficiente empeño), dos revistas iguales, una de él, otra mía.

O mejor dicho puede encontrar en casa esos ejemplares, porque el año pasado la suscripción se renovó para ambos de forma automática (esta vez sin regalos), así que las revistas –como si de problemas se tratara- siguen y siguen llegando, imparables, imbatibles como el paso del tiempo.

Desde el número 1 hasta el 125. Todos. Los tengo.

En septiembre, no obstante, este derrotero y otros encontrarán un punto de inflexión: se acabará el amargo invierno, Conicet pagará los sueldos que me adeuda -con lo que recuperaré algo de dignidad-, iniciaré la búsqueda de un departamento para irme a vivir sola, festejaré la llegada de mis 30 años, y, como si todo esto fuera poco, tendré que comunicarme con atención al cliente de la Rolling Stone para que no me perpetúen la suscripción.

¿Voy a llamar?

Qué dilema.

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