Puede Fallar

martes, mayo 06, 2008

Alemania


Se dio como una sucesión de eventos, de esas cosas pequeñitas que no significan nada por sí mismas pero que al combinarse con otras hacen un universo, un país.

Un recuerdo, un libro, un señalador, y en ese orden.

No sé por qué pero venía pensando en la historia de mi abuela Amelia. Y cuando digo esto se define unívocamente un relato extraño, que a veces parece genial y otras bastante triste. Cuenta la leyenda que mi bisabuela Berta estaba casada con Ernest, un alemán que trabajaba en la cervecería Bieckert. Eran un matrimonio bien de la época: Ernestito se apersonaba por su casa una vez cada tanto, con la frecuencia necesaria como para embarazar a su mujer y luego desaparecía por meses enteros. Cada vez que nacía uno de sus hijos, él no se molestaba: desde la silla de su oficina llamaba a alguno de los empleados de la fábrica y los mandaba al Registro Civil, para que anotaran a los bebés.

No quiero hacer mucha especulación histórica pero me imagino que a principios del Siglo XX un obrero de fábrica apenas si sabía leer y escribir… y casi que me figuro a El Alemán, diciendo algo así como:

- Usté, Ortiz, vaya a anotarme a mi hijo. Póngale Martín Enrique.

Y entonces Ortiz sale de la Bieckert y se va para la oficina del Registro Civil en el centro, y, llegado su turno, dice:

- Sí, vengo a declarar un nacimiento… Sí, el día de la fecha… Sí, el nombre es Martín Enrique Vwburnagfichhh. Eh, sí, sí, era… Doble v, i latina, e, de, erre, i latina, ceache. Sí, sí, eso, Wiedrich.

Por esas cosas del destino, cuando nació Amelia María Luisa, el empleado la anotó como Biadrich, y mi abuela pasó a tener un apellido distinto al de su padre y hermanos, cuestión que luego le produjo un montón de problemas legales, pero eso ya es otra historia.

Pensaba en estas cosas justo antes de acostarme. Mientras me acomodaba, abrí Rainer y Minou, un libro de Osvaldo Bayer que me regaló El Ingeniero y que cuenta una historia de amor entre el hijo de un SS nazi y una judía, durante la década del ’70, en Berlín.

Mientras miraba por enésima vez la foto de la tapa (que es sencillamente hermosa), me percaté de la tercera casualidad de la noche: sin querer había estado usando como señalador el envoltorio de un bombón que El Ingeniero me obsequió, recuerdo de uno de sus ya numerosos viajes a las tierras de Ernesto.

Tal vez después soñé con trenzas y frío, con cerveza y salchichas, pero eso sería inventar.

Fueron, como dije, cosas chiquititas: un recuerdo, un libro, un señalador.


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