Puede Fallar

sábado, marzo 10, 2007

Justicias

Una de las actividades más importantes que desarrolla cualquier misionero de la iglesia cátolica que se precie, consiste en ir de visita casa por casa, predicando, evangelizando.

Lo que hacíamos nosotros en aquellas épocas de Misión era, sin embargo, bien distinto. Tomábamos mate con la gente, charlábamos de cualquier cosa. A lo último por ahí proponíamos hacer una oración para bendecir el hogar, o hablábamos de los supuestos deberes del cristiano moderno, inventándolo todo, porque en realidad no sabíamos nada de nada.

El primer año estuvimos en Pontevedra, un lugar bastante áspero del cordón bonaerense. Pongamos que no era una villa-villa, pero le pegaba en el palo. Igual éramos invencibles: llevábamos la palabra de dios, abrazábamos al pobre, hacíamos del mundo un lugar mejor ¿quién tendría el valor de hacernos algo malo?

Laurita, La Gallega y yo éramos unos de los grupos de visita. Una tarde de mucho calor batimos palmas frente a una casita para hacer lo mismo de siempre, comer, charlar, rezar haciéndonos las interesantes. Nos abrió la puerta una señora muy simpática, de unos sesenta años.

Pasamos al patiecito y conocimos a Pedro, su marido, un hombre con barba blanca y cara de buen tipo. Nos sentamos todos bajo una parra y, mate y bizcochos mediante, empezamos a charlar.

Al principio, de cualquier cosa. Después hablamos del pasado, y Pedro nos contó que había sido policía. Como cuando algo se rompe, la charla distendida se convirtió en algo cercano a una confesión.

Los dos cambiaron la cara, con una mueca de dolor. 'Contáles, viejo' dijo ella, poniéndole la mano en el hombro.

Pedro fijó la vista en un punto lejano, muy lejano, y recordó:

- Eran tiempos duros para la policía... El tema de los detenidos y todo eso, me imagino que saben a qué me refiero ¿no? La cosa es que a veces los milicos nos usaban, ¿saben? En lugar de entrar ellos directamente nos hacían tocar el timbre a nosotros, que desde el otro lado de la puerta decíamos cualquier cosa, poníamos cualquier excusa como para que nos abrieran. Después de eso entraban ellos y los sacaban... yo ni sé a dónde los llevaban. Era terrible, pero ¿qué podíamos hacer? ¿oponernos ...?

La mujer le apretó el hombro, justo en el momento en que el tipo se quebraba.

Yo (como las otras chicas) tenía diecisiete años y quise que en ese momento me tragara la tierra.

La Gallega siempre fue más bruta y creo recordar que dijo alguna obviedad como 'Qué desgracia' o 'Qué barbaridad'. Transcurrido algún silencio incómodo, desviamos el tópico de la charla y la tarde se fue con los bizcochitos.

Días después Pedro y su esposa nos visitaron. Mientras nos acercábamos al quincho en el que íbamos a comer, el tipo y yo nos distanciamos del resto, mientras él me mostraba un pájaro raro que volaba lejos, alto, arriba, con todo celeste atrás.

Hicimos un par de metros en silencio, hasta que me dijo:

- Piba, ustedes son buena gente. Son gente de bien, se nota. Yo te quiero hacer una pregunta, ¿sabés? no puedo seguir con esto atravesado.

- Somos gente común. Pero dígame, si le puedo ayudar... - le contesté.

- ¿Viste lo que les conté el otro día? ¿Eso que tuve que hacer cuando era policía?

- Sí... - dije con un hilito de voz.

- ¿Vos creés que dios me va a perdonar? ¿Que me va a entender... ?

Esos momentos, ¿no? todo se frena y de repente lo que puede llegar a decir una idiota como yo toma un significado enorme en la vida de un hombre. No entiendo qué mierda habremos tenido en la cabeza como para participar de una movida semejante.

- Sí, supongo que sí. Dios es justo, pero también comprensivo y misericordioso... Ehhh... ¡Ya llegamos! - le contesté inventando todo lo que pude.

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Pero hoy no sé, Pedro. Hoy no sé si quiero que dios te perdone.
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