Puede Fallar

martes, febrero 08, 2005

Domingo de noche

Vuelvo con Hermano a casa. Cuando estamos por entrar el auto nos damos cuenta que alguien dejó, largo sobre la entrada del garage, un carro grande de los que usan los cartoneros (un sulki, más bien) sin caballo, sin dueños cerca, con gran parte de su contenido tirado en la vereda de casa y aledañas.

Hermano estaciona el auto en frente, y nos bajamos a ver. El vecino -que siempre está en la puerta de su casa, a pocos metros de la nuestra- se apura a contarnos. Que llegó el carro con el caballo corriendo desbocado, sin conductor, a toda velocidad, tirando todo. Que, a la altura de casa, el animal se zafó de las riendas a fuerza de tironear y que el carro quedó ahí.

Si bien hasta aquí la cuestión se plantea bizarra, el primer problema fue barrer la bajada del garage, la vereda y hasta la calle de vidrios rotos, esparcidos al caerse botellas que el dueño llevaba junto con los diarios y mil chucherías más. Así que ahí estábamos, Hermano y yo, barriendo la avenida en la madrugada.

Corrimos el carro a un costado, entramos el auto que fue 0 km en el año 82 y decidimos, con paciencia pero sin pausa, recoger prolijamente los papeles y etcéteras desparramados en el suelo.

En este momento la historia, pintoresca cuanto menos, toma un giro melancólico, tristón, producto de mis observaciones, como no podía ser de otra manera.

Antes de seguir, voy a traer a colación un fragmento de Fight Club. Sobre un vestido que llevaba puesto, Marla le dice al personaje interpretado por Edward Norton :
Me compré este vestido de segunda mano por un dólar. Es para una dama de honor. Alguien lo quiso intensamente un día y luego lo tiró.

Entre diarios, folletos de supermercados y revistas del cable alguien tiró la vida de un hombre.

Todo lo que el tipo había sido estaba ahí: sus cartas, sus poemas, su libreta, sus canciones, sus recibos de sueldo, sus impuestos pagados y sus deudas, sus recuerdos (tarjetas personales, pasajes, boletos, facturas, tickets, postales, servilletas de hoteles...).

En base a ese rompecabezas, pudimos inferir que era guitarrista, que tocaba folklore y tangos, y viajaba con su banda a lugares del interior y a países limítrofes. Que era del sur -Santa Cruz, tal vez-, y vino a La Ciudad para hacerse un lugar.

Y claro, cientos -¡cientos!- de partituras (propias y ajenas) estaban tiradas en la calle.

Cobraba en SADAIC por derechos de autor, vimos recibos que así lo certificaban. Hay cartas y poemas y canciones que cuentan su amor por la guitarra y la música, y sus problemas financieros.

Hubo un hombre, alguna vez, que quiso mucho todas esas cosas. Cosas que no son confort ni plumas. Son cosas que lo definen, que permiten que otros lo conozcan aunque ya no esté.

Salvé de la hoguera todas las partituras y poemas que pude (ya postearé algunos: no son en absoluto malos). Y pude rescatar dos pequeñas y antiquísimas fotos, además de una foto carnet arrancada de una libreta de enrolamiento, que me gusta creer que es del fulano.

Pero no puedo evitar pensar qué de las cosas que quisimos cuando ya no estemos. Qué de ese librito roñoso que tanto costó conseguir, de los recortes del diario, de los discos de pasta y de vinilo, de los cassettes, de los apuntes, de las cartas...

Pusimos todo lo que estaba desparramado en el piso sobre el carro, y lo dejamos ahí. Por la mañana ya no estaba.

Quiso la suerte que salváramos algo de un hombre llamado Hugo Merlo al menos un rato más.

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