Puede Fallar

jueves, mayo 29, 2008

Lectura de viaje

Cada vez que El Ingeniero hace un viaje internacional -frecuentemente, por cierto- le escribo algunas carillas a mano para que las lea en el avión. De acuerdo al sitio de destino, suelo agregarle dibujos o fotos, como para acompañar la prosa.

Porque no, no es lo mismo un correo electrónico, un llamado o un mensaje de texto. La palabra escrita, con soporte en papel, con tachaduras y borrones, tiene cuerpo para escaparle al tiempo, al viento, a los virus cibernéticos y a las roturas del mother de las pcs.

El contenido de las cartitas es errático: alguna historia, una anécdota que lo incluya pero que él desconozca, o lo que hice durante el día.

Esta vez, sin embargo, se me pasó. Se fue a Chile por una semana y no me hice el tiempo para escribirle. Qué vergüenza.

(A los metódicos este tipo de faltas nos hace mal, atenta contra el mismo principio que nos mantiene vivos).

Decidí, entonces, optar por una reivindicación pública.

No sé si le conté esto, Ingeniero, pero hay mucho que agradecerle a Thom Yorke. Por la música, claro, pero más que nada porque fue el detonante para que Ud y yo nos conociéramos, años después. Resulta que empezaba un cuatrimestre, y fui para la facultad en el 28, con nada de ganas de cursar la primer teórica de Física II. Me bajé en el pabellón I de Ciudad Universitaria porque las matemáticas y las físicas se cursan siempre ahí. Una chica con abrigo largo negro se bajó conmigo del colectivo, y fuimos las dos a ojear la cartelera que anuncia las materias y aulas. Triste, porque ya había llegado tarde y noté que la teórica se dictaba en el pabellón II. Así que fui rauda, pero con mis pasos cortos, a zanjar los ¿500? metros que separan el pabellón I del II. La chica del abrigo negro me siguió en el trayecto, y entramos juntas al aula.

Los físicos son así, empiezan tarde: unas 35 personas sentadas en las butacas de la clase conversaban, y ni un docente a la vista. Respiré aliviada y me senté sola, porque para ese entonces yo no había empezado con la química y los biólogos me caían mal*.

La chica del abrigo negro se sentó cerca mío, al lado de un pibe al que ya no recuerdo. Se saludaron y empezaron a hablar de música, creo que de Pedro Aznar. Después derivaron en la sexualidad de Pedro -vio que es medio andrógino, ¿no?- y después de Thom Yorke. (¡No soy taaan chismosa! ¡Estaban muy cerca, los oía aún sin querer!)

Él - ¿Y Yorke? Para mí que es gay

Chica del abrigo negro - Sí, no sé, nunca lo ví acompañado, ni sé si tiene novia o algo.

Me dije ¡epa! ¿nueve treinta de la mañana de un lunes, en una clase de física dos para biólogos y geólogos y hay dos personas que hablan de Yorke y de Aznar? Esto es demasiado promisorio ¿y si les digo que el de Radiohead está casado y tiene hijos y aprovecho para charlarles?

Yo - Perdón que interrumpa, pero no pude menos que escuchar lo que discutían, y quería decirles que nuestro buen amigo Yorke está casado y tiene hijos. De Aznar no sé nada.

Ellos - ¡Oh!

Ella - Todo bien ¡gracias por sacarnos la duda! ¿Vos viniste conmigo en el 28, no?

(...)

Y de ahí, bueno, conocer a Cecilia, intentar sin suerte con óptica física y charlar lo suficiente de música como para desaprobar la materia. Por Cecilia, por diversos cumpleaños, recitales y cosas de la vida, conocer a Irene.

De Irene lo primero que supe fue que le gustaban Los Brujos. Posta. Más tarde que tenía un hermano, Ud.

Las vueltas de la vida, Aznar, los colectivos, Boquitas Pintadas, remeras celestes y nuestro encuentro, muchos años después, en una fiesta loca con globos rosas y con ganas de sacarse una foto.

Todo eso. Gracias, Thom.

Vuelva pronto.

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*soy bióloga

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lunes, mayo 26, 2008

Todo vuelve peor

La lectura moderna de la figurita de negro-yanqui-con grabador al hombro es ahora un subnormal que va por la calle, anda en colectivo, hace la cola en el banco y demás menesteres emitiendo música a través de los tristísimos parlantes de su celular, obligándonos a todos a escuchar regaettón, por ejemplo.

Y que no me jodan: el tipo/a quiere destacarse, que los demás apreciemos lo cool que es, porque nadie puede preferir ese sonido saturado y horrible al que se escucha en soledad, auriculares mediante.

Yo les bajaría los calzones y les rasparía las nalgas con el ralladorcito de nuez moscada hasta llegar al músculo, o hasta que se disculpen con la sociedad toda.

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martes, mayo 06, 2008

Alemania


Se dio como una sucesión de eventos, de esas cosas pequeñitas que no significan nada por sí mismas pero que al combinarse con otras hacen un universo, un país.

Un recuerdo, un libro, un señalador, y en ese orden.

No sé por qué pero venía pensando en la historia de mi abuela Amelia. Y cuando digo esto se define unívocamente un relato extraño, que a veces parece genial y otras bastante triste. Cuenta la leyenda que mi bisabuela Berta estaba casada con Ernest, un alemán que trabajaba en la cervecería Bieckert. Eran un matrimonio bien de la época: Ernestito se apersonaba por su casa una vez cada tanto, con la frecuencia necesaria como para embarazar a su mujer y luego desaparecía por meses enteros. Cada vez que nacía uno de sus hijos, él no se molestaba: desde la silla de su oficina llamaba a alguno de los empleados de la fábrica y los mandaba al Registro Civil, para que anotaran a los bebés.

No quiero hacer mucha especulación histórica pero me imagino que a principios del Siglo XX un obrero de fábrica apenas si sabía leer y escribir… y casi que me figuro a El Alemán, diciendo algo así como:

- Usté, Ortiz, vaya a anotarme a mi hijo. Póngale Martín Enrique.

Y entonces Ortiz sale de la Bieckert y se va para la oficina del Registro Civil en el centro, y, llegado su turno, dice:

- Sí, vengo a declarar un nacimiento… Sí, el día de la fecha… Sí, el nombre es Martín Enrique Vwburnagfichhh. Eh, sí, sí, era… Doble v, i latina, e, de, erre, i latina, ceache. Sí, sí, eso, Wiedrich.

Por esas cosas del destino, cuando nació Amelia María Luisa, el empleado la anotó como Biadrich, y mi abuela pasó a tener un apellido distinto al de su padre y hermanos, cuestión que luego le produjo un montón de problemas legales, pero eso ya es otra historia.

Pensaba en estas cosas justo antes de acostarme. Mientras me acomodaba, abrí Rainer y Minou, un libro de Osvaldo Bayer que me regaló El Ingeniero y que cuenta una historia de amor entre el hijo de un SS nazi y una judía, durante la década del ’70, en Berlín.

Mientras miraba por enésima vez la foto de la tapa (que es sencillamente hermosa), me percaté de la tercera casualidad de la noche: sin querer había estado usando como señalador el envoltorio de un bombón que El Ingeniero me obsequió, recuerdo de uno de sus ya numerosos viajes a las tierras de Ernesto.

Tal vez después soñé con trenzas y frío, con cerveza y salchichas, pero eso sería inventar.

Fueron, como dije, cosas chiquititas: un recuerdo, un libro, un señalador.


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